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Tuercas sueltas en Kenya
El huevo de la corrupción

Por Andrés Alsina

Roma.- Edward Oyugi no habla de política sino de cómo controlar a los políticos. Durante muchos años él y su organización Sodnet, sumada seguramente a muchos más esfuerzos dentro de Kenya, intentaron combatir la corrupción, desnudar la responsabilidad de los grandes fraudes y levantar finalmente el gran dedo acusador que trazaría la raya definitiva entre el bien y el mal, de modo que el bien fuese posible y deseable, y no sólo la conducta vergonzante de quienes no logran hacer el mal, tan extendida es la corrupción.

Pero tantos buenos deseos eran frenados por la más elemental de las piedras, la falta de información. Eso que la ciencia política llama ausencia de transparencia resultaba el mejor amparo de la corrupción. Ellos en Sodnet suspiraban, impotentes.

Entonces se sentaron a pensar en la esencia del problema, porque tal como enseña la lógica, si el problema no tiene solución es que el problema está mal planteado. Había que impedir que los dineros públicos terminaran en bolsillos privados sin que la ciudadanía pudiese saber cómo “y la esencia está en que la corrupción trata sobre recursos mal colocados. Y entonces nos preguntamos: si en vez de ver cuánto dinero ha sido malversado, cuánto dinero no llegó a los destinos previstos y qué camino usó para desviarse, por qué en cambio no abrimos y examinamos el proceso mismo de adjudicación del dinero del Estado. Pues este proceso, que es el de elaboración del presupuesto, es importante; es la fuente de los recursos del gobierno y el primer punto donde se distribuyen; es también el primer punto de control sobre su utilización”.

Encarar el control del presupuesto desde la sociedad civil para detectar la punta del ovillo de la corrupción no apareció sin embargo de la nada. Y el proceso en el que surge es justamente aquel destinado a ahogarla y que fracasa pese a la represión.

La gestación de ese proceso venía ya de la década anterior con Daniel Arap Moi ejerciendo un poder efectivo desde su cargo de vicepresidente de Jomo Kenyatta. En agosto de 1982 la caldera social había explotado a partir de un complot militar que habilitó grandes manifestaciones y éstas, el saqueo generalizado de los comercios y edificios públicos de Nairobi. La represión simplemente disolvió el arma de Aeronáutica y se extendió a la universidad, con la detención masiva de alumnos y profesores y su clausura por tiempo indeterminado. Además, el fracasado golpe de Estado produjo en el débil entramado político y esperable distancia entre etnias, heridas de desconfianza que jamás cerrraron.

En 1988 asumía la presidencia Daniel Arap Moi, cuya gestión contradijo las expectativas y no aminoró los conflictos tribales; en cambio abrió las puertas al capital transnacional y a duras políticas de ajuste del FMI y del Banco Mundial, lo que ahondó desequilibrios estructurales. Se impuso una línea tecnocrática que no toleraba los reclamados cambios radicales en el país. Los desajustes sociales hicieron caer abruptamente la producción de alimentos básicos y la oportunidad fue utilizada por las transnacionales para impulsar mediante créditos el cultivo de flores, caña de azúcar, café y té exclusivamente para la exportación. El trigo y el maíz para la alimentación venían ahora de la importación, de Estados Unidos y Sudáfrica.

En agosto de ese año, Moi completó el proceso de institucionalización de su régimen represivo poniendo al poder judicial bajo su mando y llevando el plazo de detención preventiva sin necesidad de intervención judicial de un día a 14 días. Los casos de corrupción y violación a los derechos humanos eran el sustento mismo del sistema.

La década pasada se inició con el asesinato en febrero de 1990 de Robert Ouko, ministro de relaciones exteriores que había llevado su fuerte crítica a la corrupción al seno del propio gabinete. Para mantener la situación bajo control, el gobierno siguió encarcelando a figuras de la oposición, pero no logró impedir el surgimiento de un movimiento de oposición democrática que, con la sigla Ford, reunió en abril de 1992 a 100.000 personas en la primera manifestación opositora autorizada en los últimos 22 años de historia.

En enero de 1993, Moi asumió su cuarto mandato presidencial consecutivo pese a fuertes acusaciones de fraude y corrupción, y al mes siguiente presentó un plan de privatizaciones y liberalización del comercio exterior que el FMI consideró insuficiente. Recién en 1995 los organismos internacionales se declararon satisfechos con el plan, que además de mayor rigor fiscal ahora contenía medidas formales contra la corrupción, y en febrero de 1997 volvió a crecer la tensión social, con estudiantes muertos por la represión. En noviembre de 1997, Moi volvió a ganar las elecciones.

En ese mundo es que se mueve y logra resultados Edward Oyugi. “Nuestra preocupación es cómo saber qué recursos existen y cómo se disponen, de manera de que nuestros reclamos entren en el proceso mismo del presupuesto”.

Ellos no inventaron la pólvora, es cierto. Controlar el presupuesto como una forma inicial y fundamental de controlar la asignación de recursos a distintos proyectos que a su vez pueden ser seguidos “es un proceso que vimos hacer en India y en Sudáfrica. Y nosotros tomamos el ejemplo de ellos, y un poquito también de EEUU, donde comenzó hace muchos años. No sé del motivo en EEUU pero en India y Sudáfrica estaba vinculado al hecho de que los recursos no eran usados debidamente”.

Edward Oyugi elige las palabras con ciudado. Controlar la masa de dinero que implica el presupuesto, 300.000 millones de shillings kenyanos (a 80 por dólar, equivale a 3.750 millones de dólares en un país de 28 millones de habitantes) implica especializar funciones, disponer de los técnicos para hacerlo y tener claras las prioridades de trabajo. Lleva cinco años haciendo este ejercicio de paciencia en el que la información le juega a las escondidas, y su capacitación académica inicial no es la mejor para esta tarea, “pero la opción fue lógica”. Enseñaba psicología en la universidad; fue detenido y al ser liberado descubrió que le impedían volver a dictar clases. “Así que decidí hacer esto”, dice, como si fuese un destino. Tal vez lo sea. Hasta hace poco, confiesa, extrañaba las aulas “pero ya no. Perdí el interés. Es que esto es más práctico y te captura mucho más”. Ahora es prisionero de su propio interés.

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