La globalización da la
cara
Por Andrés Alsina
Al amanecer del 30 de mayo de 2000,
unas 500 personas metieron sus pies en el agua y reemprendieron
la tarea de remover rocas de la parte sur de la represa de
Rasi Salai, en la provincia nororiental de Si Sa Ket, en Tailandia.
Los echan y vuelven. Ellos quieren abrir un paso en la represa,
de modo que el agua vuelva a su cauce natural en el río
de la Luna.
Habían estado allí
el 18 y 19 de mayo, instalaron un campamento y algunos se
encadenaron a la puerta de la represa ante versiones de que
la policía vendría a desalojarlos. Esa gente
quiere recuperar un modo de vida, que, dicen, es más
importante que una vida.
En Prachuab, Tailandia, el cultivador
de cocos Khiri Khan, de 72 años, se quemó gravemente
el lado izquierdo de su cuerpo al prenderse él mismo
fuego en protesta por el rechazo del gobierno a subsidiar
el derrumbado precio del coco crudo y desecado. Los que manifestaban
con él inundaron de cocos la ruta interprovincial de
Phetchakasem, tirando literalmente tanto trabajo hecho inservible
por decisión ajena.
En Roma, durante la asamblea de Control
Ciudadano a fin de noviembre de 2000, Ranee Hassarungsee mira
a los ojos al cronista y cuenta de estas cosas y muestra los
diarios y periódicos en que salió la noticia.
Esas noticias son la cara cotidiana de la globalización.
En los primeros cuatro meses de ese
año hubo 622 manifestaciones de protesta por los distintos
efectos de una misma política, afirma el diario Krungthep
Thurakij del 29 de mayo. Los reclamos por mayores precios
para los productos agrícolas se resuelven con mayor
rapidez (en un sentido o en otro, podría agregar),
pues depende exclusivamente de una medida del gobierno, afirma
Prasert Noun-anan, vocero de prensa de la oficina del primer
ministro. En cambio, los reclamos que involucran tierra y
bosques son más complicados, porque los manifestantes
van en contra de proyectos del gobierno.
Prasert admitió que las organizaciones
no gubernamentales, ONG, pueden movilizar masivamente a los
agricultores pues ellos están desilusionados de la
acción gubernamental y no tienen adónde recurrir.
Eso dice la voz del gobierno.
El académico en ciencias sociales
Saneh Chamarik no lo contradice pero amplía el concepto.
En la ceremonia en que recibía el premio anual de la
Toyota Thailand Foundation, TTF, Chamarik sostuvo que en lugar
de tener en cuenta la recomendación del Banco Mundial,
de reconocer la importancia de los derechos humanos en el
desarrollo económico, el gobierno de Tailandia siempre
da prioridad a los objetivos capitalistas que son útiles
a la inversión extranjera, y adopta las demandas de
las corporaciones multinacionales o del capital extranjero
como políticas absolutas para el desarrollo nacional.
Así, la sociedad Tai enfrenta actualmente un conflicto
de intereses entre los derechos locales y el valor económico.
Ranee Hassarungsee quiere contar
estas verdades y otras, y no es figurativo decir que lo hace
como si en ello se le fuera la vida. Esta mujer decidida rehusa
hablar de sí misma, dedicada como está por entero
a difundir la situación en su país de 60 millones
de habitantes, al que la violenta crisis económica
de 1997 sumió, como si le faltaran problemas, en lo
que ella llama una crisis comprehensiva de la sociedad.
La gente fue perdiendo su forma de vida y el país perdió
soberanía.
Su organización, Social Agenda
Working Group se estableció a los dos años de
la crisis de 1997 para monitorear su impacto en la sociedad.
Las historias son parte de ese trabajo. Y surgen una tras
otra, abarcando todos los aspectos de la vida de una sociedad.
Es que tienen un gobierno que puede encontrar rápidamente
ubicación para las 112.000 hectáreas que pide
una empresa china para forestar con eucaliptus pero no puede
encontrar tierra para pequeños agricultores,
se señala.
La reacción ante esta situación
es intensa. El monje budista más anciano y venerado
del Noreste del país, Luangta Mahabua, llama a reunir
un millón de firmas pidiendo la renuncia del gobierno
por éstas y muchas otras razones de similar calibre,
incluyendo la corrupción. Las mujeres, largamente consideradas
la pata renga del elefante se han organizado en
19 provincias y constituido una red para tomar en sus manos
cuestiones de desarrollo, derecho de los pueblos, defensa
del medio ambiente, cultivos alternativos, sida, infancia
y problemas de género. La declaración constitutiva
afirma que en los últimos 40 años, las mujeres
han sido impedidas de participar en la administración
de los recursos naturales y no tienen hoy posibilidad de promover
los valores y el papel de la mujer en que el país mantenga
su biodiversidad y que haya un desarrollo sustentable.
El desarrollo orientado por el mercado
no les ofrece a las mujeres certeza respecto de cuestiones
tan vitales como el ingreso, la alimentación y la seguridad.
Por el contrario: la caída de los precios agrícolas
obliga a la venta de la tierra para saldar deudas, con lo
que pierden su independencia y su tradición, y el modo
de vida campesino colapsa. Todos los miembros de la
familia tienen que trabajar más, señala.
Muchos deben emigrar a otras provincias, deshaciendo
las familias. En general son trabajadores no especializados
y, sin chance de lograrlo, sólo pueden aspirar a un
sueldo mínimo. Y las mujeres deben luchar contra un
sistema político y social que limita sus oportunidades.
Se transforman en objetos inanimados; mano de obra barata
sin cerebro.
Las consecuencias están en
el siguiente círculo del infierno. Los hijos son objeto
de la influencia del consumismo y de la presión de
los medios, la crisis económica los saca del sistema
escolar y la droga aparece como una opción ante la
falta de trabajo y de futuro. Este panorama se traduce en
tensión, violencia física, psíquica y
sexual, y encuentra expresión en la prostitución
y el sida.
Esto sucede en un país que
tiene por cultura despreciar al pobre, según el académico
Prawase Wasi. El pueblo ha sido llevado a la convicción
de que la pobreza es el resultado de un mal karma en vidas
previas, que ellos puede redimir mediante el hacer cosas buenas
y sacrificándose por otra gente. La diferencia social
ha sido usada por la elite para justificar su aprovecharse
de los pobres. Ranee Hassarungsee y muchos otros sólo
quieren revertir este rumbo de las cosas.
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