Las raíces del Plan Colombia
Por Andrés Alsina
Roma.- Alberto Yepes andaba por Roma
y preocupado, porque esperaba para Navidad la mala nueva de
los primeros episodios de la guerra de erradicación
de las plantaciones de coca en Colombia. En esa asamblea de
Control Ciudadano y en todos los ámbitos posibles,
Yepes hacía todo lo que estaba al alcance de su mal
inglés, de su buena cabeza y de su enorme tesón
para advertir a la comunidad internacional que este Plan Colombia
auspiciado por Estados Unidos no tiene posibilidad de terminar
con los plantíos ni con la elaboración de cocaína.
Pero el plan sí puede en cambio
lograr lo que parecería imposible: aumentar la violencia
contra la población civil de Colombia y sus castigadas
organizaciones civiles, aumentar el grado de horror, la población
desplazada y la pérdida de soberanía de un Estado
ya de por sí degradado. A cambio de esto, crecerá
la influencia de Estados Unidos en un Estado tambaleante,
pronostica. Y se pondrán mayores obstáculos
a las reformas sociales que permitirían la participación
de los campesinos en el poder, y que son el trasfondo de 40
años de guerrilla.
Los 800.000 plantadores de coca,
que llegaron a ese menester porque son desplazados, serán
blanco de la quema de sus plantíos y lo que sucederá,
vaticina Yepes, es que esos campesinos se internarán
en la selva amazónica, deforestarán un predio
mayor al que tenían para resarcirse de las deudas,
y volverán a plantar. Hay 650 millones de hectáreas
vírgenes de monte tropical, así que hay mucho
para deforestar. No será bueno para la ecología
pero los campesinos no tienen alternativa, si es que quieren
sobrevivir.
En los últimos 15 años,
2 millones de personas fueron desplazadas de sus tierras y
van sobreviviendo cómo y dónde pueden, si pueden.
De esos 2 millones en una población total de 40 millones,
nada menos que la cuarta parte fueron expulsados de su hábitat
en los últimos dos años y andan sin raíces.
La espiral de violencia sólo
sube. El problema es que la guerra se hace por métodos
irregulares, y el control territorial se ejerce por medio
del terror, sintetiza. En Colombia todos quieren la
paz de los dientes para afuera. Pero si implica negociar
y compartir su poder, ya no quieren.
¿Tan así? El 60% de
la población vive bajo la línea de pobreza ante
una concentración abismal, dice, de la
riqueza. La mitad de la tierra de su país está
en manos de un escaso 1% de los propietarios. Ese despojo
se hizo de manera violenta y es la causa directa de que haya
campesinos desplazados de sus tierras. Así, la prioridad
democrática es darle una salida política negociada
al conflicto armado, que pasa por salidas al conflicto social
y esto implica a su vez reformar las estructuras distributivas,
para revertir esa enorme desigualdad.
Esa negociación no debería
ser un problema de cúpulas, entre la guerrilla y el
gobierno, con los paramilitares como la cara impresentable
en sociedad de las fuerzas represivas del Estado y con una
cara pública que ni siquiera tiene iniciado proceso
en su contra. En la Colombia de los últimos 15 años
hay 4.000 detenidos-desaparecidos, más que en
Chile, ríe Yepes por no llorar.
En Colombia muere más gente
en una semana que en los territorios ocupados por Israel en
un año, señala. Las víctimas suelen ser
civiles. En todas partes de Colombia las organizaciones
sociales buscan un espacio de respeto a las organizaciones
de la sociedad civil y a su autonomía, insiste
Yepes. Por eso quiere que en las negociación de una
salida al conflicto participe la sociedad civil y que se concreten
acuerdos humanitarios que dejen de hacerla víctima
de las peores formas de atropello. Ellos, los integrantes
de la sociedad civil, están en el medio, siempre son
víctimas, nunca victimarios y no se les quiere siquiera
escuchar.
La relación entre la
droga y la guerrilla es verdad que existe, es parcial y además
inevitable. Y la erradicación ha demostrado no ser
el remedio. En 1995 fumigaron 30.000 hectáreas de coca;
en el 2000 las hectáreas plantadas llegan a 130.000.
Las FARC cobran lo que llaman el impuesto al gramaje,
el 10%, los paras (paramilitares) tienen laboratorios de destilación.
Y los civiles ya no sólo le temen a los paramilitares,
cuenta Yepes. Las FARC empiezan a hostigar a las organizaciones
de la población, en su lógica de extensión
de la guerra, que no autoriza la existencia de neutrales.
Y sin embargo la participación
de la sociedad civil en la negociación es imprescindible,
razona, para darle una perspectiva de viabilidad. Las
guerrillas actuales no están dispuestas a entregarse
por simples medidas de reinserción de sus fuerzas.
Sin compartir con ellos métodos y su manera de tratar
a la población, hay que encarar la raíz social
del problema.
Con ese cúmulo de preocupaciones
llegó Yepes a la asamblea de Control Ciudadano, porque
el conflicto interno de Colombia no se soluciona discutiendo
la cuestión interna. Es también un conflicto
por imponer la globalización, que ante la resistencia
se impone mediante la violencia.
Lo matarán pero se sabrá
(recuadro)
Alberto Yepes espera su muerte de
manos de los paras, los paramilitares. Ya tiene
37 años este abogado bajo y de bigote de Medellín,
así que será en cualquier momento. Es duro de
reconocer pero sin duda peor debe ser vivirlo. Él tiene
alegría de vivir y un campechano sentido del humor
que le debe facilitar el relacionamiento en su tarea de capacitación
de líderes de organizaciones sociales, que es una manera
de multiplicar a quienes lo reemplazarán a él
y a otros. Y sin embargo está siempre serio, tratando
de ganarle minutos a los segundos en la tarea en que literalmente
está dejando la vida.
La organización a la que pertenece
Yepes, Corporación Región, también elabora
informes de situación y trata de difundir en el exterior
la situación de Colombia, e integra la llamada Plataforma
colombiana de derechos humanos, democracia y desarrollo. Nada
parece ser suficiente.
Los amigos que encuentra en Roma
a fin de noviembre, en una reunión de Control Ciudadano,
se alegran mucho de verlo, porque implica que ha sobrevivido
desde la última vez. Pero no le dicen eso, porque la
muerte está sobreentendida. Como dicen los colombianos,
Yepes marca calavera.
Lo que lo preocupa a él es
que su hija ni siquiera lo recuerde. Ya tiene dos años
y medio, así que en esta carrera de tiempo contra la
guadaña su hija ya está cerca del umbral de
la memoria.
Mientras tanto, en su casa de Medellín
duermen tras una puerta y cinco rejas, él y su esposa
con un celular cada uno junto a la cama. Porque lo primero
que hacen los paras es cortarte el teléfono.
No se entiende qué defensa implica el teléfono.
Avisar. Poder avisarle a alguien que te llevaron. Al
menos así se sabe. Que no le pase como a Juan
Carlos y Catalina, dos integrantes de la directiva de la Asociación
de familiares de detenidos-desaparecidos, que él también
integra. Se los llevaron este año y sólo se
supo mucho después. Este enfoque es coherente con el
compromiso con la única vida que quiere vivir: a Yepes
le preocupa menos ser víctima que no cumplir con su
tarea de registro implacable, aún con su propio caso.
Le ha pasado de volver de uno de
los entierros, entrar a su casa bajo seis llaves y abrir la
séptima, la de la coraza de sus sentimientos, y llorar.
Cómo explicarle a la mujer que el próximo
es uno, cómo mirar a la niña, que tal vez no
me recuerde.
Cuenta de sí sólo porque
se le insiste y él se convence de que puede aportar
a la descripción del horror cotidiano. En Política
y delito, el intelectual Hans Magnus Enzenberger sostenía,
en relación al genocidio judío, que la mente
no puede hacer una diferencia cualitativa entre el asesinato
de (la memoria es imperfecta) 300.000 personas y la de 6 millones.
Yepes reflexiona y lo rebate. Hay
medida para el horror, sostiene. Una semana antes de esta
conversación, en el municipio de Soledad, sobre el
Atlántico, llegan los paras, cogen
a 4 dirigentes campesinos y, vivos, los parten en lajas con
una motosierra. Esa es una medida de horror muy tremenda.
Una semana antes de eso él
estuvo con una abuela y 9 nietos, la mayor de 17, en un asentamiento
de desplazados. Están allí porque en 1998 llegaron
los paramilitares a su casa, una plantación de cacao
en la zona de Urabá. Cogieron al papá
y a la mamá, los sacaron al patio y los colgaron de
los pies, de un pie cada uno. Y a los niños les ha
tocado ver cómo a sus padres los cortaban hasta dejar
solamente los lazos. Eso es mucho horror y no hay ninguna
reparación posible. Quién repara eso, quién.
Una reconciliación se hace muy difícil. La de
17 quedó muda desde entonces, y los niños quieren
vivir para matar a los asesinos. Y a mí, pese a estar
con la vida, me suena perfectamente comprensible que lo quieran
hacer.
¿Para qué tanto
sadismo? Es un mensaje a otros, para que entiendan lo
que les puede pasar si participan del conflicto del lado equivocado.
Y sin embargo, la sumisión a la violencia no se acepta,
no se acepta.
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