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2004
Las más desiguales entre los desiguales

Amanda Cecilia Muñoz Moreno; Norma Enríquez Riascos
Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM)

Si la seguridad humana dista de ser una realidad para la inmensa mayoría de la población de América Latina y el Caribe, para las mujeres es casi una utopía. Las mujeres han sufrido históricamente discriminación y exclusión, el no reconocimiento de sus derechos específicos y la violencia que se ejerce contra ellas. La región tiene un gran reto para los próximos años: propiciar y garantizar a todos sus ciudadanos y ciudadanas una vida digna y en paz.

Seguimos girando y ascendiendo...
había tantas curvas
que era imposible saber con qué nos encontraríamos
al doblar... hasta que por fin el viento cesó
y salimos de las nubes,
todos nos quedamos boquiabiertos de sorpresa,
y después suspiramos,
porque estábamos en un lugar
como los que sólo aparecen en los cuentos,
el cielo azul arriba,
las nubes blancas abajo,
todos los problemas del mundo olvidados...

Amy Tan[1]

La seguridad humana, a la luz de diversas concepciones, podría resumirse en el disfrute pleno y progresivo de los derechos humanos, compendiados en el derecho a vivir una vida en paz, la satisfacción de las necesidades sociales y culturales, el acceso a los desarrollos de la ciencia y la tecnología, y el disfrute de un ambiente sano. Para los expertos de las Naciones Unidas se asume como el desarrollo económico, la justicia social, la protección del ambiente, el desarme, el respeto por los derechos humanos y el imperio de la ley;[2] la capacidad, tanto de los Estados como de los ciudadanos, para prevenir y resolver sus conflictos por medios pacíficos;[3] la calidad de vida de los integrantes de una sociedad;[4] y la libertad frente al miedo y la privación.[5]

Estas definiciones necesariamente nos llevan a pensar que en los países de América Latina y el Caribe, la seguridad humana para casi la totalidad de la población está lejos de ser una realidad. Peor aún para las mujeres: la seguridad humana constituye para ellas una utopía.

En los países de mayor desarrollo económico, la obtención de la seguridad humana ha sido el producto del diseño de políticas que contribuyen a la superación de las inequidades y a desarrollos legislativos que promueven el real disfrute de los derechos humanos. Los Estados garantes de la seguridad humana buscan establecer condiciones que aporten a la seguridad personal y a la protección de la vida, razón por la cual dicha seguridad implica una serie de acciones tendientes a la superación de los conflictos armados tanto internos como internacionales, donde la seguridad humana se ve seriamente afectada. Sin embargo, las mayores amenazas proceden de la desigualdad y la exclusión.

Dada la histórica discriminación y exclusión de las mujeres, el panorama se muestra adverso y alcanza su más grave expresión en el no reconocimiento de sus derechos específicos y en el fenómeno de la violencia que se ejerce contra ellas.

La persistencia de una cultura patriarcal mantiene imaginarios adversos a las mujeres que las excluyen de los espacios de poder, obstaculizando su incidencia en el mejoramiento de sus condiciones materiales de vida y en la búsqueda de reconocimiento social y político. Lo primero se plasma en la desigual distribución de la riqueza, que convierte a las mujeres en “las más pobres de los pobres”, y lo segundo se expresa en la ausencia de políticas públicas estructurales y legislación pertinente que promueva su empoderamiento.

Dar cuenta de la especificidad de las mujeres

El bienestar y la seguridad de las mujeres en la región pasa por la obtención de servicios de salud adecuados y oportunos, acceso a bienes de consumo de calidad, posibilidad de participar activamente en los destinos de su país o de su región, derecho al conocimiento y a la educación libre de estereotipos y discriminaciones, derecho a la vivienda y, en general, a la posibilidad que tienen hombres y mujeres a una vida digna y libre de violencia.

Una de las condiciones para superar las desigualdades históricas basadas en la discriminación sexual consiste en el desarrollo de medidas afirmativas, como las contempladas en los diversos tratados internacionales de derechos humanos y en los planes de acción de las conferencias mundiales, que han sido firmados por la mayoría de los países de la región.

Estas medidas, que apuntan a dar cuenta de las especificidades de género y de las desigualdades sociales permanentes en el tiempo, aunque son reclamadas con urgencia por las mujeres, muy difícilmente son puestas en ejecución.

La búsqueda simultánea de la igualdad y el reconocimiento de las diferencias hace que el disfrute pleno de las mujeres en lo que respecta al derecho a la salud involucre, además de la básica, la atención en salud sexual y reproductiva. En primera instancia, los Estados deben desarrollar políticas y legislaciones que hagan posible el ejercicio de la autonomía de las mujeres en el ámbito de la sexualidad y la reproducción, legalización del aborto,[6] o penalización de las esterilizaciones no consentidas. En segundo lugar, proveer el acceso a los servicios para: a) control de la fecundidad informada, acceso a métodos seguros y adecuados de anticoncepción y a la reproducción asistida; b) cobertura universal en caso de embarazo, parto y post-parto; y c) atención médica para el aborto espontáneo o inducido.[7]

Otra forma de abordar las diferencias para evitar que se transformen en desigualdades está señalada en la Convención de Belén do Pará y en la Declaración de Viena de 1993, y es el reconocimiento de que la violencia contra la mujer constituye una violación de derechos humanos. Mientras los derechos específicos en salud obedecen a una diferencia biológica, la violencia como expresión de la discriminación contra las mujeres constituye un hecho histórico. A pesar de los mencionados instrumentos internacionales, las mujeres siguen enfrentando cotidianamente la violencia en múltiples modalidades. Si la seguridad humana supone calidad de vida y la posibilidad de vivirla libre de violencia, la seguridad humana de las mujeres se torna inexistente en el espacio público y en el privado.

El disfrute equitativo del acceso a los recursos y oportunidades

La desigualdad entre hombres y mujeres se evidencia con claridad en el acceso a las oportunidades construidas socialmente: empleo, vivienda, educación, espacios de decisión civiles y políticos, ciencia, tecnología y crédito, entre otras. Un análisis de estos elementos muestra las inequidades estructurales que afectan a las mujeres, las cuales se complejizan debido a los patrones culturales imperantes y los roles que la sociedad asigna a las mujeres.

En el campo laboral permanecen intocables las asignaciones de cargos de mayor poder y valoración social a los hombres. Las diferencias salariales todavía persisten, a pesar de haberse desdibujado por los compromisos adquiridos por los Estados a nivel internacional y por el establecimiento de constituciones modernas acordes con los derechos humanos. En la región, las mujeres vinculadas al sector formal de la economía ganan aproximadamente 15% menos que los hombres.[8] En la informalidad y en el sector rural las inequidades aumentan. En la actualidad, las políticas macroeconómicas, producto de la globalización de los mercados, han impactado con mayor fuerza en las mujeres. Los ajustes estructurales y la reconversión industrial han acrecentado el desempleo de las mujeres.

El acceso a la vivienda, bien en calidad de uso o en propiedad, es restringido para las mujeres. El porcentaje de propietarias de vivienda o de tierra apenas supera mundialmente el 1%.

Según el informe consolidado de la Comunidad Andina,[9] a nivel regional la población que vive por debajo de la línea de pobreza de un dólar diario (a los precios internacionales de 1985, ajustados en función de la paridad de poder adquisitivo), representa en Chile y Uruguay menos del 2% en el período 1983-2000. En Brasil, Bolivia, Perú y México esta población representa entre 11,6% y 15,9%; en Paraguay, Colombia, Ecuador y Venezuela varía entre 19,5% y 23%.

“El Coeficiente de GINI mide la desigualdad de la distribución de ingreso o de consumo. Este indicador muestra que Uruguay (0,423), Ecuador (0,437) y Bolivia (0,447) presentan la distribución más ‘equitativa’ del ingreso entre su población. Un segundo grupo lo conformarían Perú (0,462) y Venezuela (0,495). Un tercer grupo con distribución de ingreso menos equitativa que las anteriores está formado por México (0,531), Chile (0,566), Colombia (0,571), Paraguay (0,577) y Brasil (0,607).”[10]

Las desigualdades por género frente al ingreso estimado se expresan así: en Uruguay el ingreso percibido por las mujeres respecto del percibido por los hombres es de 51%; en Colombia 47%, en Bolivia 45% y en Venezuela 41%. La menor relación del ingreso estimado percibido por mujeres respecto al de los hombres se presenta en Perú y Ecuador, donde llega al 25% y 29%, respectivamente.[11]

La privatización de los servicios públicos convirtió en clientes a los sujetos de derechos considerados antes como usuarios de los servicios proporcionados por los Estados. Esto ha contribuido a frenar los avances que se habían logrado en América Latina en torno a la educación, la salud, el acceso a vivienda y otros servicios públicos tales como electricidad, teléfono, etc. Estos retrocesos se traducen en un mayor nivel de inequidad para las mujeres, y entre éstas, las rurales son las más afectadas.

Repercusión de los conflictos armados internos

Un agravante para el logro de la seguridad humana lo constituyen las situaciones de conflicto armado interno o internacional. Aunque varios países de la región muestran procesos de inestabilidad política y social, actualmente sólo Colombia está afectada por una guerra civil.

El conflicto armado interno en Colombia repercute en la totalidad de la población. Debido a la violación de las normas del Derecho Internacional Humanitario, la seguridad humana ha devenido en una utopía, especialmente para las víctimas del desplazamiento forzado, el cual afecta de manera diferencial y más grave a las mujeres, las niñas y los niños. Este problema constituye la conjunción de múltiples y simultáneas violaciones de derechos humanos como el desarraigo social y cultural, la pérdida de bienes materiales, especialmente de la tierra y la vivienda,[12] la afectación del trabajo y la alimentación.

Lo anterior, aunado a la carencia de políticas públicas de atención integral a la población en situación de desplazamiento forzado, hacen más grave la crisis humanitaria que enfrentan más de tres millones de personas en el país, aunque en reiterados fallos la Corte Constitucional ha ordenado a las autoridades gubernamentales en términos perentorios, realizar las gestiones necesarias para la reubicación de las personas, la atención de las necesidades de alimentación, trabajo, vestimenta, salud y vivienda, además de la educación de los menores de edad.[13]

El hecho de destinar a la guerra los recursos que deberían destinarse a inversión social deteriora aún más las condiciones de vida tanto de las personas afectadas directamente por el conflicto armado como las del resto de la población.

El Informe Nacional sobre Desarrollo Humano Colombia 2003[14] plantea cuatro realizaciones que hacen la vida digna de ser vivida: disfrutar de una vida larga y saludable, acceder al conocimiento, tener ingresos suficientes para llevar una vida digna, y ser parte activa de la comunidad.

Todos estos aspectos se podrían lograr para Colombia y para la totalidad de los países de la región si, a pesar de las limitaciones económicas y sociales, los Estados dieran cumplimiento al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

Las desigualdades que afectan a las mujeres también serían superadas si los Estados honrasen los tratados internacionales de derechos humanos y los compromisos adquiridos en las cumbres mundiales, entre los que se destacan:

·       La creación de medidas para erradicar la pobreza; políticas para abordar el desempleo y subempleo estructurales que afectan a las mujeres y a las jóvenes; capacitación y acceso a recursos productivos; medidas apropiadas para el aumento de ingresos y la eliminación de las diferencias en la remuneración de mujeres y hombres.

·       Los Estados se han comprometido con la transformación cultural y la eliminación de estereotipos; disminución de la carga de trabajo de mujeres y niñas en el hogar y fuera de él; protección laboral y seguridad social para las mujeres que realizan trabajo remunerado en el hogar; y la adopción de medidas eficaces para eliminar los efectos adversos de la pobreza sobre las oportunidades de niños y jóvenes.

·       Adoptar medidas que tomen en cuenta los riesgos y las enfermedades relacionadas con la pobreza de las mujeres; asegurar una protección económica y social adecuada durante las enfermedades, la maternidad, la crianza de los hijos, la viudez, la discapacidad y la vejez.

·       Definir políticas para garantizar la seguridad alimentaria de tal forma que se mejore el estado nutricional de las niñas y las mujeres; y adoptar medidas para promover la efectiva participación de las mujeres en todos los niveles decisorios del Estado.

América Latina tiene un gran reto para los próximos años: propiciar y garantizar a todos sus ciudadanos y ciudadanas una vida digna, en paz, incluyente, democrática, que avance en la credibilidad en la justicia y en la legitimidad de las instituciones.

Por todo lo anterior, afirmamos con Adela Cortina, que: “para que cualquier estado pueda sustentar debidamente su legitimidad democrática debe estar en la capacidad de crear consenso y comprometer esfuerzos en la sociedad para responder a unos ‘mínimos aceptables’ - a la luz de los logros y exigencias de la humanidad - en términos de avances reales hacia la inclusión social.”[15]

Notas:

[1] El párrafo corresponde a la novela La esposa del dios del fuego, de Amy Tan. Barcelona: Tusquets Editores, traducción de Jordi Fibla, 1991. Quinta edición 2001.
[2] Informe del Milenio del Secretario General de las Naciones Unidas. Nosotros los Pueblos. La Función de las Naciones Unidas en el Siglo XXI. 2000.
[3] Sadako Ogata, ex Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Refugiados.
[4] Ramesh Thakur, Vicerector de la Universidad de las Naciones Unidas en Tokyo.
[5] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
[6] El aborto constituye la primera causa de muerte materna en Argentina, Bolivia, Chile y Paraguay; la segunda en Colombia y Perú, y la tercera en Brasil, México y Panamá. El aborto está penalizado en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, México, Perú, Uruguay y Paraguay con excepciones. Panamá lo considera eximente de responsabilidad penal en ciertas condiciones. Colombia, El Salvador, Honduras y Chile lo penalizan en todos los casos. Sólo Puerto Rico ha legalizado el aborto. CLADEM. Silencios Públicos Muertes Privadas. 1998.
[7] Las estadísticas latinoamericanas reflejan las diferencias en la cobertura de atención de partos por personal de salud especializado, que entre 1995 y 2000 fluctuó entre 100% en Chile y 99% en Uruguay, versus 69% en Ecuador y 56% en Perú. En cuanto a mortalidad materna (1985-1999), los casos más graves se presentan en Bolivia, con 390 cada 100.000 nacidos vivos, y en Perú con 270 cada 100.000 nacidos vivos. Las menores tasas de mortalidad materna las presentan Chile, Uruguay y Argentina con 23, 26 y 41 muertes cada 100.000 nacidos vivos, respectivamente. Comunidad Andina. Documentos Estadísticos: Indicadores sociales: Educación, Salud, Pobreza, Tecnología, Género y Aspectos de Gobernabilidad y Democracia. Mayo de 2003. Informe elaborado a partir del Informe sobre Desarrollo Humano 2002, del PNUD.
[8] Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), www.eclac.org
[9] Comunidad Andina, op cit.
[10] Ibid. Las encuestas de referencia corresponden en la Comunidad Andina para Ecuador a 1995; para Colombia y Perú, 1996; para Venezuela, 1998; y para Bolivia, 1999. En el MERCOSUR están referidas para Uruguay a 1989 y para Brasil y Paraguay a 1998. Para Chile y México corresponden a 1998.
[11] Ibid.
[12] El 59,8% de la población colombiana se encuentra por debajo de la línea de pobreza. La tierra está concentrada en pocas manos al punto que sólo el 1,08% de la población posee el 53% de la tierra. Sólo el 55,7% de la población es propietaria. Cerca de tres millones de niños, niñas y jóvenes no tienen acceso a la educación básica. Garay Salamanca, Luis Jorge. Colombia: entre la exclusión y el desarrollo. Propuestas para la transición al Estado social de derecho. Bogotá, 2002.
[13] Corte Constitucional. Sentencia T 1635/2000, SU-1150/2000, entre otras.
[14] PNUD. El Conflicto, callejón con salida. Informe de Desarrollo Humano Colombia 2003. Daños al desarrollo las opciones truncadas. Bogotá, 2003.
[15] Cortina, Adela. “Presupuestos morales del Estado Social de Derecho”. 1995. Citado por Garay Salamanca, Luis Jorge, op cit.

www.cladem.org

 

 


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