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1997
Se fue el año y se quedó la pobreza

Pbro. Luis Pérez Aguirre
(Serpaj) Servicio Paz y Justicia_ Uruguay. Ha sido síndico de DDHH en las Naciones Unidas

Las Naciones Unidas declararon 1996 como el de la erradicación de la pobreza. Loable objetivo para este mundo que todos sabemos cuenta con recursos más que suficientes para que nadie pase necesidad pero en el que el mal reparto de la riqueza hace que más de 4.000 millones de personas estén calificadas por las mismas Naciones Unidas como pobres.

Hace pocos días la revista Forbes nos informaba sobre la situación de los 400 más ricos de Estados Unidos, y particularmente de la fortuna del más rico de todos, Bill Gates, presidente de la empresa de «software» Microsoft. Nos decía el informe de Forbes que él solito posee 18 mil 500 millones de dólares. Quizás nadie pueda imaginar qué puede hacer un ser humano para usar y gastar tal fortuna y tampoco podríamos entender que quien dispone en su monedero de tales reservas declare que no tiene tiempo para disfrutarlas. Pero la revista abundaba en otros datos. Ya son 121 aquellos que superan en Estados Unidos los mil millones en billetes verdes. La suma de este puñado de privilegiados alcanza a los 477 mil millones de dólares. Eso significa unos 39 mil millones de dólares por mes, o si usted lo quiere de otra manera, 132 millones por día, o 5 millones y medio por hora.

Pero si dejamos de lado el informe Forbes y pasamos a uno más universal, el difundido por la ONU sobre el Desarrollo Humano, vemos que 358 multimillonarios de todo el mundo poseen una fortuna equivalente a la del 45 por ciento de la población más pobre del planeta, es decir a la de 2.400 millones de seres humanos. Sólo el señor Bill Gates acumula más dólares de los que tiene toda la población de Afganistán (18 millones), de Chad (seis millones) y Bután (dos millones) juntos. Alguien dijo que esta problemática de 358 multimillonarios ante el resto del mundo pobre podría representarse así: 358 = 2.400.000.000, o puesto de otra forma: 0,00000006 por ciento = 46 por ciento. Quiero decir que estos 358 supermillonarios reúnen en sus alcancías la misma cantidad de dinero que el 46 por ciento de la población mundial más pobre, o sea los 2.400 millones de personas más pobres del planeta.

Si la pobreza no es una realidad que depende de las estadísticas, éstas nos pueden ayudar a comprender que todos los seres humanos no gozamos de las mismas posibilidades ni tenemos los mismos derechos, como solemnemente había establecido la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La ONU define la pobreza como la situación en la que vive una persona que dispone menos de 400 dólares al año, es decir, que trata de sobrevivir con poco más de un dólar al día.

En esta situación hoy se encuentra uno de cada cinco habitantes de la tierra: 1.300 millones de habitantes.

Nada parece suficiente para sensibilizarnos y hacernos reaccionar ante tal contradicción (iba a decir estupidez humana). Y la loable intención de la ONU al haber decretado un año internacional para la erradicación de la pobreza parecería que también ha fracasado en su objetivo de sensibilizarnos. A esta altura del calendario parece que el año pasó sin pena ni gloria y la pobreza seguirá campeando ante la obscena ostentación del puñadito de multimillonarios. Mientras usted lee tranquilamente estas reflexiones habrán muerto cien niños por causa del hambre. Por otro lado, la Unión Europea acaba de aprobar una nueva normativa en la que se especifica que en el transporte de ganado éste no puede permanecer más de ocho horas en un camión porque le produce estrés. Los países ricos hacen bien en preocuparse del estrés de los animales, criaturas de Dios, pero ¿se habrán dado cuenta del estrés que produce a 1.400 millones de personas el tratar de sobrevivir con un dólar por día?

Nadie es pobre por devoción, nadie desea que sus hijos, su familia, viva y muera en la miseria más atroz o perdure en la indignidad de la indigencia económica. Es obvio que debe haber alguna causa, algo que haga que pueblos enteros que hace pocos años vivían dignamente, hoy se encuentren en situación trágica. No es posible quedar impasible ante esta quinta parte más rica del mundo, que tiene ingresos 150 veces mayores que la quinta parte más pobre. No puede seguir siendo de recibo que en los países ricos sólo una cuarta parte de la población mundial consuma el 70 por ciento de la energía del planeta, el 75 por ciento de los metales, el 85 por ciento de la madera y el 60 por ciento de los alimentos. El último informe de la UNICEF nos deja boquiabiertos cuando comprueba que el mundo hoy gasta más en jugar al golf (40.000 millones de dólares) que en las políticas sociales para la niñez (34.000 millones de dólares).

Si antes los Estados podían tomar decisiones económicas haciendo uso de su soberanía, hoy son otras "autoridades" mundiales o transnacionales las que toman esas decisiones. En realidad, la economía global ya no está manejada por un reducido grupo que decide, sino por una suerte de inercia dinámica de un sistema constituido por múltiples actores muy difíciles de controlar: no sólo algunos estados poderosos (los famosos «Clubes» de París y Londres) sino también corporaciones transnacionales, bancos, grupos sociales, dueños de medios de comunicación, etcétera. Además entre estos actores se realizan alianzas (por ejemplo, entre el poder financiero y empresarial, o entre corporaciones multinacionales). A ello se suma la llamada burbuja especulativa económica, que maneja grandes cantidades de dinero ficticio, no productivo, y que en un sólo día puede mover más capital que el PBI de países poderosos como España o Francia.

A ello hay que agregar los absurdos gastos en producir y comerciar armas. Este "negocio" mueve un total de 815.000 millones de dólares (equivalente a los ingresos de la mitad de la población del mundo). Decía Mayor Zaragoza en la Conferencia de Copenhague. «No se puede aceptar que haya países que no quieran suprimir el negocio de las armas con la excusa de que se crearía más desempleo». Según un estudio hecho en Estados Unidos, el dinero empleado en usos civiles crea un 25 por ciento más de empleo que los militares. Según la ONU, un millón de dólares en usos civiles, produce 51.000 puestos de trabajo más que en usos militares. Un ejemplo de esta hipocresía: el 50 por ciento de los créditos FAD («ayuda al desarrollo») españoles entre 1977 y 1995 han sido destinados para ventas de material militar a países como Marruecos, Jordania, Somalia y Lesotho, mientras que para programas educativos, se ha dado cuarenta veces menos...

El modelo de desarrollo económico centrado sólo en el mercado tiene claros límites sociales y ecológicos que desembocan en ese inevitable proceso de dualización social que muestran las cifras recién comentadas. El modelo económico que se impone no tiene nada de «libre». Al contrario, es perfectamente totalitario. No admite ningún debate, no admite que se lo discuta. Impone de manera dogmática soluciones a escala planetaria que más allá de toda evidencia no son las que se pregonan o quieren. La libertad de mercado no existe para los pobres. El dinero va dejando tras de sí, cada vez más a importantes colectivos que tienen dificultades acumuladas por uno u otro motivo para acceder al mundo laboral y de bienes. El asombroso incremento de la riqueza producida con la incorporación de nuevas tecnologías al proceso productivo enfrenta la paradoja de la reducción de la cantidad global de trabajo socialmente necesaria y no se produce la redistribución de la riqueza generada sino que se incrementa de manera obscena la acumulación de riqueza en un puñado de manos y las desigualdades abismales entre las personas, los colectivos sociales y los países.

Son muchos y muy diversos los rostros de la pobreza, con marcas muy bien definidas -falta de alimentos básicos, de agua potable, analfabetismo, acceso a los servicios de salud, etcétera-, ellos nos sirven para eludir nuestra responsabilidad y buscar culpables en los demás, o mejor aun, en causas lejanas y esquivas a nuestro control particular porque son de carácter estructural económico, militar, social o político. Incluso hasta podemos molestarnos y parecernos de mal gusto que se nos recuerden estas cifras de las condiciones paupérrimas en las que sobreviven miles de millones de personas, cada una con su drama, sin esperanza en un mañana.

Pero no podemos volver la mirada, no podemos disculparnos sin abdicar o traicionar a nuestra misma condición de humanos. Somos de alguna manera responsables de esta situación. Si en nuestro corazón está enraizado el egoísmo y la indiferencia, será muy difícil que nazca fruto alguno del amor hacia el excluido, el otro, indigente de mi solidaridad. Debemos ser conscientes de que la realidad comienza a cambiar también dentro de nosotros mismos. Y en mi caso, como cristiano, es inapelable el juicio de San Juan en su primera Carta; «Si uno posee bienes en este mundo, y viendo que su hermano pasa necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijitos, no amemos con puras palabras y de boca, sino con obras y de verdad.»

Se trata de reconstruir la esperanza de los pobres, su capacidad de resistencia ante el larvado egoísmo y su capacidad de utopía. Se trata de potenciar una nueva sociedad civil planetaria y solidaria, un nuevo consenso surgido de una nueva conciencia, de una nueva fuerza cultural, ética y espiritual que esté dispuesta a luchar por los cambios impostergables con una estrategia responsable para enfrentar la inmoralidad de una seudoética de mercado. Simplemente: optar por salvar la vida (ante los cien niños que murieron mientras usted termina de leer esta nota) en la reconstrucción de la esperanza.

 

 


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